Como las luces primigenias del alba, hay mujeres que deslumbran. Su presencia es pletórica de gracia y natural atracción. En nuestra edad que inicia un nuevo milenio, ellas suelen ser jóvenes, exitosas y hermosas. Atributos que debería facilitarles la vida, pero no es así.
Por alguna razón perversa, su sociedad y buena parte de los hombres que la integramos, no acaban de entender que en nuestra vida profesional la belleza y la capacidad no tienen por qué estar trabadas siempre en una tensión neurótica y misógina. Con alegría debo reconocer que conozco a muchas mujeres bellas y exitosas. Con vergüenza debo aceptar que sobre todas ellas ha pesado siempre la violencia de algún comentario aberrante que supedita sus logros a sus atributos físicos, o a sus pretendidas dotes amatorias.
Hasta el momento no conozco a ninguna mujer guapa y profesionalmente sobresaliente, a la que la misoginia no la vincule estúpida y morbosamente con algún varón del que supuestamente recibe apoyo y protección, a cambio del favor de su cuerpo. El macho mediocre no puede tolerar a la mujer extraordinaria sin pretender prostituir su encanto, al que infructuosamente pretende disminuir ante su incapacidad congénita de aceptar su supremacía bien establecida.
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